Asumir la soledad
como una franquesa,
un espacio entre los silencios,
un muro contra Dios
(al menos que Dios esté solo)
como la responsabilidad
de estar a la deriva,
como una verdad irrefutable, un axioma,
como una carta sin destinatario.
Asumir la soledad
desde el tiempo,
de la certeza de uno mismo,
de la complicidad con la noche
y de la madrugada callada,
de las prostitutas y las no tanto,
de el insomnio y la tranquilidad,
de las cuentas y los regalos,
de la poligamia y los amores platónicos.
Asumir la soledad
siempre que uno se encuentre abandonado,
siempre que roze con alguien
alguna mirada,
siempre que se acobarde antes de caminar,
siempre que esté nublado,
siempre que la tristeza esté tan cerca
que uno solo pueda reir.
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